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La Carcajada de Tersites…¡Acá las tortas!

 

 

In memoriam Anthony Bourdain

By: Ángel Fernando Acosta

 

El origen de las tortas se pierde en la noche de los tiempos, y cuando digo tortas no me refiero a la acepción española y sudamericana del término sino a nuestro delicioso platillo. Varios eruditos ingleses afirman que los emparedados –recordemos que en esencia la torta desciende del emparedado- fueron inventados en la Inglaterra del s. XVIII por un tal John Montagu, IV conde de Sándwich. Cuenta la leyenda que mientras dicho conde jugaba una emocionante partida de naipes, a las que era muy afecto, le dio mucha hambre y entonces le ordenó a uno de los lacayos que le llevará un buen trozo de carne entre dos rebanadas de pan. De esta manera, según los británicos, surgieron los emparedados o sándwiches, llamados así en reconocimiento a su inventor.

La explicación anterior no es mala e incluso es bastante verosímil, ya que -como bien sabemos la mayoría de los cocineros o aficionados a la cocina- el surgimiento de un nuevo platillo obedece más al azar que al capricho del chef, pues depende directamente de la abundancia o la carencia de ingredientes y del ingenio con que se mezclan o se cocinan; para muestra tenemos la Ensalada César y los Nachos, que son hijos de una despensa poco surtida. Por otro lado, creo que los emparedados tienen un origen mucho más remoto que el que se les atribuye pues me resulta increíble que durante casi 10 000 años, desde que existe el pan, según los estudiosos, a nadie más que a John Montagu se le hubiese ocurrido rellenar una hogaza con cualquier alimento o poner el mismo entre dos rebanadas de pan. Recordemos que en La Epopeya de Gilgamesh a Enkidú (doble, mostrenco, de Gilgamesh) lo civilizan con pan, cerveza y una prostituta. Mientras el origen real de los emparedados es develado por algún investigador perseverante y longevo continuemos con nuestro tema.

Cuando surgieron las tortas en nuestro país no eran más que una versión tropicalizada de los emparedados del viejo mundo, sin embargo, al pasar los años y las generaciones nuestra torta tomó identidad propia pues le debe tanto al sándwich europeo como al taco prehispánico. Las tortas al igual que los tacos se pueden rellenar de prácticamente cualquier ingrediente y se pueden comer –de pie y sin cubiertos- en casi cualquier lugar. El avispado lector podría decirme que las tortas no son un platillo mexicano porque la mayoría de los ingredientes que las componen como el jamón, queso de puerco, salchicha, chorizo, mostaza, mayonesa, etc., no son de originarios de esta parte del mundo, por lo tanto se deberían considerar, propiamente, emparedados.

Este tipo de razonamiento es muy lógico pero si lo tomásemos a pie juntillas no existiría la comida italiana porque más de la mitad de sus ingredientes eran extraños a esas tierras; en especial la pasta que es originaria de China y los tomates, mejor dicho jitomates, son de acá, de “la región más transparente del aire”. Y sin pasta ni jitomates no se puede concebir la gastronomía italiana. Lo mismo pasaría con la tradición chocolatera de Suiza sin nuestro cacao o con las “fish and chips” de los británicos, recordemos que las nobles papas (que salvaron a los europeos de tantas hambrunas) son nativas de Perú, Ecuador y Colombia. Y así podríamos continuar con casi todas las gastronomías del mundo y la mayoría de sus platillos. Que tal o cual comida sea emblemática de una nación no depende de la procedencia de sus ingredientes sino de la manera de usarlos, mezclarlos y cocinarlos a partir de la propia cultura. No olvidemos que detrás del platillo más humilde se esconde una rica historia, aderezada con guerras, conquistas, traiciones, amores, errores, pactos, fusiones, etc.

La cocina mexicana con platillos como el mole, el pozole, la barbacoa, las carnitas, las tortas y los tacos son un claro ejemplo de nuestro mestizaje gastronómico y cultural. Del que participan ingredientes y técnicas de las cuatro esquinas del mundo. Sin temor a exagerar, creo que los tacos y las tortas son una de las mejores alegorías del espíritu mexicano; tan sencillo y contradictorio a la vez.

La torta es un alimento muy noble y versátil, que lo mismo puede ser tentempié, plato fuerte o postre, y hasta hace relativamente poco era una comida completa y económica al alcance de casi cualquier bolsillo. Una torta puede ser tan austera como un bolillo con crema agria y uno granos de sal o tan recargada y barroca como las que llevan más de treinta ingredientes y pesan arriba de dos kilogramos. Las tortas son consideradas comida rápida pero no nos equivoquemos pues algunos rellenos como el mole, la cochinita pibil, las carnitas, la barbacoa, la birria…, llevan una preparación o elaboración de varias horas e incluso días.

En un principio, las tortas se preparaban solamente con el llamado pan francés que no es otra cosa que el bolillo, virote o telera. Actualmente se preparan con cualquier tipo de pan: baguettes, bisquets, cuernitos, chapata, pan campesino, panes de granos integrales, panes sin gluten e incluso panes dulces como las donas, etc. El único requisito para que un simple pan se convierta en una torta es que éste se abra por la mitad –con un cuchillo o con los dedos- y se rellene con uno o varios ingredientes comestibles, que pueden ser dulces o salados, dependiendo del gusto o las posibilidades del que la prepa y del que se la come: embutidos, mayonesa, crema, aguacate, cajeta, leche condensada, chongos zamoranos y un larguísimo etcétera. Muchas veces las sobras del día anterior terminan dentro de una deliciosa torta.

Entre las tortas más populares según mi observación destacan las de jamón, milanesa de res o pollo, mole, carnitas, chorizo, barbacoa, las tortas ahogadas, las de chile relleno, de queso de puerco, choriqueso, bistec, queso panela, frijoles, huevo revuelto, aguacate o de guisados como chicharrón en salsa roja o verde. Sin embargo, en materia de tortas nada está dicho, ni hay más regla que la de rellenar un pan con algo comestible. Bajo la consigna de que “lo que no te mata te engorda” han aparecido tortas absurdas como la de chilaquiles, la “guajolota” que está rellena de uno o dos tamales, la torta de tostada de Santa Clara del Cobre o la más reciente invención chilanga: la torta rellena de tacos al pastor. Recuerdo que alguien me contó de una torta de sopa Maruchan y no dudo que alguna persona se haya preparado y comido una torta de pozole, de pizza, de sushi o de rollitos primavera… En fin, como dijo don Carlos López Moctezuma en alguna película del Cine de Oro Mexicano: “Que a cada quien lo mate o lo engorde su vicio”.

A estas alturas creo que ningún tipo de torta o de combinación de ingredientes en ella podrán sorprenderme tanto como lo hicieron dos cuando era niño. La primera vez yo tendría unos siete años, mi madre me mandó a la tienda y en el camino me encontré a dos hombres que vendían plátanos en una camioneta. Eran como las tres de la tarde, hora de la comida, cuando uno de ellos comenzó a abrir uno bolillos con los dedos, después sacó algo del migajón de éstos y comenzó a rellenarlos con unos plátanos que había pelado previamente. De esta manera preparó algo que yo hasta entonces no sabía que existía: ¡una torta de plátano! Cuando terminé de hacer las compras me dirigí presuroso a casa para contarle a mi mamá el prodigio que había presenciado. Ella me escucho pacientemente y me dijo, con una sonrisa en los labios, que lo que había visto no tenía nada de raro, que era algo normal cuando había necesidad y hambre.

La segunda torta que me impactó fue una que vi en la cooperativa de la escuela donde mi madre impartía clases. Yo cursaba entonces el tercer año de primaria, pero ese día no fui y mi madre me llevó a su trabajo. Durante la mañana me entretuve dibujando y leyendo algunos cuentos. Cuando llegó la hora del recreo mi mamá me dio dinero para comprar algo en la cooperativa. Decir cooperativa era mucho, en realidad se trataba de dos mesas de madera llenas de dulces, churros de maíz, paquetes de galletas saladas y unos bolillos no muy frescos. Cuando llegué ya había muchos niños que se arremolinaban, se empujaban y gritaban para ser atendidos primero. Mientras me atendían me distraje viendo lo que compraban los demás. Lo que más vendían las dependientas eran paletas de dulce, paquetitos de galletas saladas, bolsas de churros y ¡tortas rellenas de Salsa Valentina! Yo no podía creer lo que veía porque en mi escuela las tortas eran de jamón, de mole, de huevo o de frijoles. Nunca imaginé que existieran y se vendieran las tortas de Salsa Valentina. Sin embargo, los afortunados que podían pagarlas –no recuerdo su precio, pero sí que eran mucho más caras que el resto de la mercadería- las comían con enorme deleite ante las miradas envidiosas de los que se conformaban con alguna golosina o sólo con tragar saliva amarga. Aún estaba pasmado cuando me preguntaron que iba a llevar y sólo acerté a balbucear: “unos dulces”.

 

 

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