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La Carcajada de Tersites… Las buenas intenciones

 

By: Ángel Fernando Acosta

Hace unos cinco años le salvé la vida a un hombre mayor. Era un viernes por la mañana y me preparaba para irme a mi pueblo, pero antes me tomaría un café en el Café Conservatorio del Jardín de Las Rosas. De camino al café se me antojaron unos tacos de canasta, así que me bajé de la combi en la colonia Industrial y me fui a almorzar a un puesto que está sobre la Avenida Nocupétaro. Al terminar de comer me dirigí a tomar un colectivo en la Avenida Guadalupe Victoria, para ello pasé frente a la Birriería Huéramo donde me encontré con una escena entre surrealista y grotesca: un anciano de unos 70 años se estaba ahogando con un trozo de comida, alrededor de él se encontraban varias personas que deduje eran sus familiares por la preocupación que se veía en sus rostros, todos trataban de ayudar a su manera. Una mujer le echaba aire a la cara con un plato desechable, otra le golpeaba la espalda -muy suavemente- con la mano, uno más hablaba por celular, supongo que a emergencias. El resto de ellos no sabía qué hacer, sólo estaban de pie. Mientras esto pasaba los clientes comían con la mayor tranquilidad, los dependientes y meseros seguían en su trajín cotidiano como si nada pasara. Rápidamente, me di cuenta de que si yo no hacía nada el señor moriría asfixiado. La ayuda que le brindaba su familia no servía de mucho pues el hombre estaba completamente congestionado y su rostro era una máscara púrpura de terror. Me quité las maletas que cargaba, solté mi bastón y me coloqué detrás del señor para aplicarle la Maniobra de Heimlich. Cada vez que hacía presión sobre su diafragma, por la fuerza empleada, levantaba al anciano un palmo del suelo. Después de cuatro o cinco de estas repeticiones el hombre pudo hablar  y me dijo con voz jadeante: “yo creo que ya, muchacho, yo creo que ya”. Al escucharlo lo solté y comprendí que se había librado de una muerte atroz, aunque tal vez le fracturé varias costillas. Dos de sus familiares me agradecieron mientras el resto seguían pasmados. Un gordo que comía tacos aplaudió y me dijo algo que no escuché muy bien, creo que fue una felicitación. Mientras el anciano recuperaba el aliento y su familia salía del asombro me marché.

Llegando al café medité un poco sobre la situación que me tocó vivir. No me sentía un héroe ni mucho menos, pues sólo reaccioné ante la estulticia y el pasmo colectivos. Aparentemente hice el bien, pero sólo aparentemente porque uno nunca sabe cuáles serán las consecuencias finales de un acto. No sé si el hombre que salvé era bueno o malo, si merecía morir o no. Tal vez era un asesino desalmado o un pederasta, o por el contrario un verdadero santo…

He contado muchas veces esta anécdota y la mayoría de las ocasiones quienes me escuchan coinciden en que hice el bien porque salvé una vida. Suelen estar de acuerdo en que lo único que cuenta es la intención. No sé, después de varios años sigo pensando que no es tan fácil la cuestión y hace poco me dio la razón Dave Chapelle. Por recomendación de un amigo vi los especiales de comedia que le produjo Netflix a dicho comediante, en uno de ellos cierra su show recordando que el Movimiento por los Derechos Civiles en Norteamérica tuvo un comienzo terrible: en 1955, Emmett Till, un joven afroamericano de 14 años fue asesinado brutalmente en Money, Mississippi, cuando fue acusado por Carolyn Bryant -una joven blanca- de haberla molestado con insinuaciones románticas y sexuales. Ante estas acusaciones Roy Bryant -el esposo de Carolyn-, John William Millan y otro hombre (o varios más) golpearon y mataron brutalmente a Emmett Till, cuyo cuerpo terminó en el río Tallahatchie.

El crimen quedó impune como cientos o miles de linchamientos contra afroamericanos en todo el siglo XX. Sin embargo, esta atrocidad fue uno de los comienzos del Movimiento de los Derechos Civiles en Norteamérica pues Mamie Elizabeth Till-Mobley, la madre del adolescente masacrado, exigió a la funeraria que el ataúd de su hijo permaneciera abierto para que todo el mundo viese la brutalidad con que fue asesinado. En 2007 Carolyn Bryant confesó que Emmett nunca le dirigió ninguna palabra ni gesto provocativo, todo fue una mentira. Así pues, un hecho terrible como un linchamiento terminó sentando las bases de una sociedad menos racista, más equitativa y justa.

Dicen que “Dios obra de maneras extrañas”, pero también dicen que “el camino al infierno está empedrado con buenas intenciones”, para muestra lo  que hizo la Santa Inquisición en nombre de Dios.

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