Relatos de noches sin luna: Dolores
Escribe: Héctor Medina
La tarde coloreaba de naranja el cielo que cubría aquellas casas de cantera ubicadas en el centro de la vieja ciudad que día a día se hacía más grande. Detrás de una ventana una hermosa joven terminaba de colocarse el vestido azul que había sido diseñado exclusivamente para que asistiera a la gran fiesta que daría el General Bustamante, mismo con el que ella debería contraer matrimonio, por órdenes de su padre Don Ernesto Pérez de Mendoza.
Dicho arreglo, como era de esperarse, no era del agrado de la joven dama; pues sus planes no incluían desposarse con alguien regordete al que tuviera que soportar todos los días hasta llegar a la vejez. Además, el hecho de que el tipo sólo pensara en armas y en ser obedecido sin que le hicieran algún reclamo le producía un increíble asco -mismo que debía contener cada que su prometido iba a tomar el té a su casa- y sentada en el extremo opuesto de la mesa buscaba cualquier pretexto para salir de la habitación y dejar solo a su padre y al obeso militar.
La fecha esperada llego tan rápido como llegan las malas noticias. Una vez que hubo terminado de arreglarse para el compromiso, Dolores bajó las escaleras por pura obligación, retorciendo el rostro y mordiéndose la lengua. Abordó la carroza propiedad de la familia que tenía la seña particular de poseer en la parte superior un gran cofre donde se solían colocar los grandes bagajes de la familia cuando esta solía asistir a cualquiera de las múltiples haciendas que tenían en el país.
Cuando arribaron a la residencia del General Bustamante donde se ofrecería aquella lujosa fiesta, Dolores no pudo ocultar su insatisfacción al mirar de frente al que se suponía sería su futuro marido; “el amor de su vida” según su padre. La faja parecía asfixiarlo por debajo del elegante traje que portaba, a tal punto que su sonrisa parecía más bien una expresión de queja que de felicidad, pero a Dolores de igual manera le parecía un sujeto repugnante, estuviera bien o mal vestido.
Después de soportar los inevitables protocolos de la alta sociedad decidió vagar algunos minutos por los pasillos de aquella mansión no sin antes tropezar con Philip, quien era un invitado más de aquella exclusiva celebración. Philip era de origen francés y se encontraba ahí para crear un lazo amistoso entre el ejército mexicano y el francés, pues la guerra había dejado algunas heridas que debían ser reparadas aristocráticamente entre ambas naciones; meras formalidades, según decía aquel joven.
-Disculpe caballero mi torpeza, permítame limpiar el vino que he derramado sobre usted-
Dijo Dolores avergonzada sacando un pañuelo con la plena intención de reparar su falta. Pero al momento en que se disponía a limpiar aquella mancha Philip detuvo su mano de una manera elegante, de tal modo que no dañara a la chica mientras bajaba lentamente su mano y mirándola fijamente a los ojos le dijo en tono encantador
–No se preocupe Madame, el error ha sido mío por no guiar correctamente mi camino-
Dolores suspiró ante el encanto de aquel extraño, quien notando su descortesía tomo nuevamente su mano y besándola pronuncio
–Mi nombre es Philip y desde este momento me pongo sus pies-
Dolores no supo que decir, solo sintió enrojecer sus mejillas y su corazón desbordarse ante el perfume de aquel hombre.
Philip lo notó inmediatamente, y para hacerla sentir más cómoda, la invitó a que lo acompañara de regreso al salón donde la orquesta sonaba armoniosamente y los demás invitados se disponían a bailar.
Dolores se encontraba cautivada por aquel francés, que supo desde la primera mirada atraer su atención. Era un tipo delicioso, de andar perfecto, atento y de buenos modales. Sentía en su pecho eso que según le había contado su nana era llamado “amor a primera vista”. Esa cosa tan inesperada que la hacía respirar con dificultad y no pensar con lucidez sus movimientos, se encontraba desconectada de la realidad; danzaba entre crisantemos y nubes en compañía de Philip.
Después de unos cuantos pasos los dos se encontraban ya en el salón. Ella apretaba fuertemente sus manos en espera de que nadie notara aquel terremoto que sacudía su corazón, y que se hacía notar en la torpeza de sus palabras y manos. Él sonreía fascinado mientras caminaban del brazo rumbo al centro de la habitación y mirándola de vez en cuando de reojo no podía ocultar la alegría que le provocaba la compañía de aquella bella joven.
Al escuchar la música parisina que resonaba en el salón y las perfectas notas de aquella zanfona provocaron por un momento que la joven olvidara que se encontraba entre un centenar de personas. Solo el suave movimiento de su enamorado que la llevaba de la mano la hizo danzar una vez más entre las nubes, en un compás perfectamente definido.
El juvenil dúo fue captando la atención de los demás invitados quienes al sentirse contagiados del sentimiento de aquella pareja fueron rodeándolos en silencio permitiendo que aquellos dos enamorados siguieran envueltos en su éxtasis.
Todo iba bien hasta que Don Ernesto gritó endurecidamente
– ¿Qué haces Dolores?, no te eduqué para que te comportes de tal manera-
Y mirando a Philip dijo con voz rasposa mientras apretaba por debajo los puños
-Disculpe caballero, pero es hora de que la futura esposa del General Bustamante se retire-
Y jalándola fuertemente por el brazo la condujo hasta el coche que los alejaría de la fiesta de aquel, ahora cornudo General.
El par de corceles comenzaron su andar y Dolores sollozaba amargamente pues sentía que no volvería a ver jamás a Philip.
A la mañana siguiente una blanca paloma entró por la ventana de la habitación de Dolores. Ésta con asombro se acercó lentamente y pudo observar que junto a la patita del ave se encontraba una nota que decía: «Todo mi amor es para la mujer más hermosa de México; Dolores Pérez de Mendoza«.
Acto seguido se asomó por el balcón discretamente hasta divisar escondido en un callejón a Philip, quien agitando un pañuelo le hacía ademanes mientras que con la otra mano le lanzaba un millar de besos.
Dolores suspiró profundamente mientras apretaba aquella nota perfumada junto a su pecho, pero al escuchar los pasos de su padre se metió rápidamente en su cama simulando aun estar dormida.
-Despierta mal agradecida, es hora del desayuno y ni creas que he terminado de olvidar tu tan deshonroso acto que humilló a nuestra tan respetable familia, pues bien sabes que solo debes conservar la charla de tu prometido y no andar por ahí como una vil mujerzuela-
Después del desayuno el padre de la joven marchó con rumbo de la casa del General para pedir una disculpa por el lamentable comportamiento de su hija la noche anterior y continuar con los preparativos de la boda, y de una buena vez hablar de aquello relacionado con el cuantioso dote que habría de recibir la joven.
Cuando por fin regresó a su habitación, Dolores pasó la tarde entera mirando hacia el callejón con la esperanza de encontrar otra vez a Philip. Pasaron lentamente las horas en un suplicio que parecía perpetuo. La luz de la luna llena comenzó a juguetear con las lágrimas de la joven deslizándolas penosamente hasta los apretados labios que hacían un esfuerzo por no expresar el sufrimiento que del pecho nacía. Con el corazón destrozado Dolores no tuvo más remedio que marcharse a dormir, olvidando en su tristeza correr las cortinas y cerrar la ventana.
A media noche Philip regresó y ágilmente subió hasta el balcón de Dolores quien por causa de su pena no conciliaba el sueño, mirando sollozante a la luna que se mostraba plena sobre las demás viviendas de aquella ciudad.
De pronto se tragó su llanto de un sorbo pues reconoció al instante la silueta que se colaba por su balcón, sin darle oportunidad de que lograra introducirse en su alcoba se lanzó a sus brazos diciendo repetidamente el nombre de su enamorado.
-Fúgate conmigo a París, prometo cuidarte y amarte por siempre. Parto rumbo a Xalapa en tres días, te quiero a mi lado hasta el fin de nuestros días-
Ella en su estupor, solo asentía con la cabeza pues las palabras habían huido de su boca ante aquella inesperada declaración.
Un viejo guardia logró ver a Philip desde la calle y sin pensarlo dos veces accionó su arma de fuego rozando vilmente el brazo derecho del joven. Este soltó un agudo grito de dolor que inmediatamente alerto a la servidumbre, quienes entraron abruptamente al cuarto de la joven capturando fuertemente al invasor quien no opuso resistencia alguna.
Ya casi por la madrugada fue encarcelado en los calabozos culpable del delito de allanamiento de morada, pero como tenía el favoritismo de la embajada francesa logró salir al día siguiente, con la condición que se marchará de inmediato a su país natal y que nunca más se acercará a la familia “Pérez de Mendoza”.
Dolores le había contado sus planes a la joven criada Azucena quien era un poco mayor que ella, pero compartían una gran amistad desde hacía ya muchos años. Lo que ellas no sabían era que Joaquín, quien era el primer mayordomo, había escuchado todo con claridad, escondido tras de la puerta y que le informaría cada detalle a su amo. Este último enfurecido encerró a tierra y lodo a su querida hija en su habitación, para así procurarse un mejor futuro, ya que de no hacerlo estaría sumergido en la deshonra si su única hija no se casaba con aquel famoso militar.
Azucena no escapó tampoco de la furia de Don Ernesto quien después de golpearla le ordeno que dejara la casa tan pronto como saliera el sol. La joven criada lloraba desconsolada y los terribles moretones hicieron que cubriera por pena su rostro, aunque era más el hecho de sentirse avergonzada y descubierta que el que aquellos golpes la obligaran a esconder su cara con el rebozo.
Casi al despuntar el alba Azucena abandonaba aquella casa mientras Joaquín se burlaba haciendo comentarios irónicos acerca del aspecto de aquella joven golpeada
-Ni la niña Dolores podrá salvarte, ya que no saldrá, ni verá a nadie hasta que se llegue el día de las nupcias-
Como agradecimiento a sus años de servicio a la familia y para disimular la vergüenza que le acongojaba por su comportamiento la noche anterior, Don Ernesto no dejaría partir a pie a la muchacha, sin embargo, el cochero tenía la instrucción de abandonar a la criada en algún lugar deshabitado del cerro más lejano.
Antes de que Azucena partiera, la servidumbre revisó por debajo y dentro del cofre tan característico de los carros de aquella familia, con la intención de verificar que no se fuera nada ni nadie de más con la sirviente y sin encontrar ninguna novedad la dejaron abordar al carro.
Una vez que la joven y su humilde equipaje estuvieron listos partieron rumbo al oriente de la ciudad, donde además por órdenes de Don Ernesto agregaron al enorme cofre prendas preciosas. Pues el cochero y un criado tenían la orden de vender en la siguiente ciudad algunos vestidos que habían traído para Dolores exclusivamente desde Europa, pero en vista de su mal comportamiento seria castigada deshaciéndose de ellos.
El carruaje se alejaba lentamente y Don Ernesto sonreía complacido al haber frustrado los planes de escape de su hija
-Maldito francés necio, no sabe que a mí nadie me ha ganado todavía- Pensaba al tiempo que retorcía su notable y envejecido bigote.
La figura de aquel vehículo comenzó perderse a la distancia, nadie imaginaba que escondida entre la ropa que sería vendida se encontraba Dolores quien imitando la técnica de Philip había descendido por el balcón hasta colocarse encima del carruaje para después deslizarse ágilmente dentro de aquel cofre.
Ahora ella buscaría la manera de llegar a Veracruz y reunirse para siempre con el amor de su vida.
*Héctor Manuel Medina es músico, escritor, cantautor y un enamorado empedernido de la luna.