Relatos de noches sin luna: Daniel
Escribe: Héctor Medina
En la esquina de la cuarta y sexta calle, habitaba un pordiosero quien por años se había mantenido gracias a la caridad de aquellos que le depositaban una moneda en la apolillada gorra que le servía de recipiente bendito; así solía llamar a esa prenda que además servía para cubrirlo del sol.
Este particular individuo tenía además la característica de haber perdido el habla después de un fatal suceso que le marco la vida arrebatándole el brazo izquierdo en la flor de su niñez. Pues estando un día jugando felizmente “La Final del Campeonato de la Copa del Mundo” el esférico rodo debajo de un automóvil Volkswagen. Presurosamente coloco pecho en tierra pues el partido estaba por terminar y solo un gol los separaba de convertirse en leyendas. Fue entonces cuando al tratar de sacar la pelota escondida bajo la llanta trasera el vehículo se puso en marcha destrozando de una manera horrorosa aquella pequeña extremidad a tal grado que la amputación fue inevitable.
Desde ese día su vida cambio drásticamente. Su padre perdió el empleo por la gran depresión que azotó al país y su madre murió victima de la tifoidea. Meses después de la muerte de su progenitora su padre lo abandono con el pretexto de buscar nuevas oportunidades y con la promesa de que algún día volvería por él para comenzar una nueva vida en una casa donde él podría tener su propia habitación y miles de juguetes. Mas cruel fue su destino ya que ninguno de sus parientes quiso hacerse cargo de él, pues implicaba muchos gastos mantener a un niño lisiado por lo que decidieron botarlo en un internado donde solo sufrió hambre y castigos.
Fue entonces que una noche ayudado por el intendente del lugar logro fugarse a media luna, sabiendo que ningún lugar podría ser peor que aquel terreno rodeado de cuatro bardas de dura cantera, que hasta ese momento habían aprisionado exitosamente a sus rehenes. Esa misma noche comenzó una vida de zozobra por las calles de aquella podrida ciudad.
A lo largo de su vida pedigüeña fue testigo de un sinfín de historias las cuales observo sentado en aquel apestoso rincón sin intervenir, observando siempre a detalle, analizando todo e imaginando un desenlace conveniente para los involucrados, aunque claro eso sólo sucedía en su imaginación.
Tal es el caso de “José” el lavacoches quien junto a su hijo cuidaban, lavaban y se ganaban la vida aseando vehículos ajenos. Una mañana de invierno “José” perdió a su hijo quien había enfermado por el fuerte frio que azoto ese año la ciudad y al no poder comprar la larga lista de medicamentos recetados por el famoso Doctor “Lutero” para combatir la creciente pulmonía vio fallecer a su pequeño de tan solo una década de vida.
Atormentado por el hecho de haber perdido a su único ser querido, “José” decide lanzarse contra los automóviles a medio día, para morir arrollado de la manera más triste y sucia que cualquier otro hubiera evitado. Ya que debido a la velocidad a la que transitaban los vehículos por aquella avenida por lo menos seis automotores le pasaron por encima destrozándole hasta los sesos, dejando un cuerpo inerte y apabullado que sería olvidado al día siguiente, como cualquier otro exconvicto que quiso sobrevivir en aquella jungla de metal.
-Se suicidó, no podría ir al cielo para hacerle compañía a su hijo- Pensó “Daniel”, fue entonces cuando su asombro fue interrumpido por un policía que lo despidió a patadas para poder acordonar la zona en espera de que los peritos hicieran su labor acostumbrada.
También esta la historia de “Arturo”, el dueño de la pequeña cafetería situada a media cuadra del zócalo de la ciudad, quien siempre le regalaba una taza caliente de café con leche y un pan francés. Y mientras este desayunaba el viejo barista cogía una silla para sentarse a su lado y contarle sus problemas familiares mientras “Daniel” oía atento al mismo tiempo que desayunaba. Casi todas las personas de aquel barrio se sentían cómodas e importantes al ser escuchadas sin interrupción alguna; el no poder hablar le daba esa ventaja.
Aquellos que no le daban comida le regalaban las monedas solitarias de sus bolsillos en señal de gratitud, los más ancianos le brindaban su bendición y algunos otros ofrecían por él la misa dominical de las seis de la tarde, dada siempre puntal por el Padre “Pino”. Cada vez más gente comenzó a llegar a esa esquina, a la esquina olorosa de aquel pedigüeño de semblante amable e infantil. Iban para ser escuchados, para contarle a nuestro “mudo” algo que no podían decirle a nadie más.
Por fin todo marchaba bien, sentía que tenía un millón de amigos, que no pedían más que un rato de charla y eso lo hacía feliz, aunque siguiera durmiendo en las calles.
Una tarde de verano arribaron los temibles “Dueños de la calle”, exigiendo su derecho de piso, pero solo era un pretexto para correrlo de aquel sitio donde había planes de instalar un Bar que según ellos les dejaría millones y claramente “Daniel” estorbaba en sus planes.
Al no poder realizar ninguna protesta hablada e indefenso sin nada que ofrecer a cambio más que su silencio, los incomodos visitantes aprovecharon tanto la debilidad de aquel hombre que empezaron a golpearlo tan salvajemente que víctima de tan brutal golpiza tuvo que ser internado de emergencia en el hospital más cercano.
La gente coopero tanto como pudo de tal manera que no fuera echado por ningún médico o internista. Se ofrecieron misas diariamente por su recuperación, pero todo fue en vano, murió dos semanas después en aquella cama de hospital, rodeado tan solo de un par de flores y un perro callejero que después de aquel feroz ataque no se le despego ni un solo momento.
Yo encontré algunas de sus notas arrugadas y en papel casi cenizo donde escribía aquellas vivencias, las cuales estaban escondidas entre las grietas de las paredes de aquel rincón donde solía sentarse, donde se le fue la vida, donde ahora vivirá por siempre su recuerdo con una crucecita blanca que el Padre “Pino” pinto para honrar su triste vida.
*Héctor Manuel Medina es músico, escritor, cantautor y un enamorado empedernido de la luna.