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Una línea delgada como un ayate// By @indiehalda

Por Oscar Hernández

Oscar vive con su esposa, su biblioteca musical, su perro y su gato en el sur de la ciudad más guapachosa del hemisferio occidental.  Una extraña mezcla de hipster, Godinez, otaku y cargador de central de abastos, Oscar opina de casi todo, regularmente sólo para quejarse. A Oscar le gusta el post-rock, Haruki Murakami, los atardeceres, el Boing de tamarindo y -para su desgracia- todo lo que engorda, alcoholiza o es socialmente reprobable. Pero hey, se la pasa bastante bien. Su columna habla del acontecer económico, político, social y cultural del DF visto por un moreliano de corazón.
Oscar vive con su esposa, su biblioteca musical, su perro y su gato en el sur de la ciudad más guapachosa del hemisferio occidental. Una extraña mezcla de hipster, Godinez, otaku y cargador de central de abastos, Oscar opina de casi todo, regularmente sólo para quejarse.
A Oscar le gusta el post-rock, Haruki Murakami, los atardeceres, el Boing de tamarindo y -para su desgracia- todo lo que engorda, alcoholiza o es socialmente reprobable. Pero hey, se la pasa bastante bien. Su columna habla del acontecer económico, político, social y cultural del DF visto por un moreliano de corazón.

“La delegación Gustavo A. Madero estima el arribo de alrededor de 7 millones de peregrinos entre el jueves 11 y el viernes 12” leo en mi feed de noticias del día. 7 millones de mexicanos. Más que los que han asistido a marchas este año, cualquiera que sea el motivo. Si a alguien le queda duda, se lo planteo de forma accesible: el músculo de este país no es el cansancio o la ira… es la fe.

Estudié durante 12 años en escuelas católicas (lo cual no me exentó de hacer 2 sacramentos indispensables a un par de meses de casarme) y supe lo suficiente de la religión católica como para deslindarme de ella tan pronto pude. Sí, voy a misa con mi madre y me persigno aquí y allá cada tanto, lo suficiente como para tener a Pavlov contento. Un reflejo, vaya.

Dicho lo anterior, me es difícil entender el fervor asociado al mito guadalupano: miro las caras de los ciclistas, de los mandantes, de aquellos de las rodillas sangradas y las imágenes a la espalda. Y no sé qué veo: fervor o superstición llevada al límite. Esperanza o miedo. Fe o rutina. Devoción o autoimposición. No sé si veo hombres libres entregados a su religión o autómatas entregados a lo inexorable de una tradición centenaria.

7 millones de seres humanos dirigiéndose al mismo lugar. Como lemmings en ruta al acantilado. Imagino las historias detrás de estos viajes: las carencias, los abandonos, la terquedad, el sufrimiento físico e intelectual. Todo por algo que les ha dado todo, que les ha dado nada. ¿Fuerza? ¿Consuelo? ¿Milagros? Lo mismo que encontramos todos en una taza de café, un trabajo que nos apasiona, un semáforo en verde o el amor de los nuestros. Ahí reside la divinidad: en la vida misma.

¿Qué nos han dejado siglos de culto guadalupano? Un día feriado al año (que a los bancos les encanta hacer como suyo), un mercadeo multimillonario que ya ni siquiera nos pertenece… y no mucho más. Lo guadalupano de nuestro ADN no nos ha hecho más trabajadores, honestos, mejores. Y si el culto que profesas no te hace una mejor persona, me parece que no lo estás haciendo bien.

Y sin embargo, se mueve. Cada año con más números aunque con menos pasión. Y es que es innegable la caída en la bolsa de la fe, al igual que la  del petróleo o el peso. Cada vez somos más los ateos, los seculares, los hartos o los simplemente indiferentes. Aquellos que no encuentran consuelo frente a una cruz,  una estrella o una luna, que le han gritado a los dioses antiguos y nuevos sin respuesta.

7 millones. Los suficientes para comenzar un cambio real en este país, dedicados por lo menos un 20% de su tiempo a agradecer los favores obtenidos el 80% del tiempo restante. Trabajo duro, talento, ganas, todo ello invertido en un templo ajeno a la realidad de un país que hace agua por todas partes, que no genera en sus feligreses una responsabilidad con su colonia, su ciudad, su país. Que sólo busca la adulación, no el compromiso.

7 millones son muchos. Pero son pocos también. Afuera rondan los lobos, en forma de otras promesas, otros cultos: una luz mundial, una muerte que es santa, un dios que es más divertido o empático, una invitación a parar el sufrimiento. Hay también dioses nuevos: el dinero, el poder, el reconocimiento. La Lupita tiene una competencia férrea en los tiempos que corren, pero al menos se siente tranquila de tener una base de fieles sólida.

No es casualidad que los países más desarrollados y pacíficos sean también los de mayor población declarada “Atea”. La idea de un poder supremo le da a muchos un falso sentido de propiedad, de soberanía de origen celestial, de poder absoluto. Ese “poder” genera muerte, oscuridad y retroceso, conceptos que, en la luz del siglo XXI, me parecen sencillamente ridículos de seguir ensalzando.

¿Le estoy invitando a dejar el culto a la virgen? Por supuesto que no. Le estoy invitando a salir a la calle y respirar el aire de la ciudad, empapado de problemas por resolver,  darse cuenta que ninguno de ellos se resuelve de rodillas o escuchando el discurso que viene del púlpito, respirar de nuevo e inyectarse de ganas al saber que esos problemas no son del vecino que no cree en dios, sino de usted.

Este es el país que su creador le eligió. Ámelo, respételo y haga lo mejor por él. Esa es la mejor forma de alabarlo. No caminando, andando en bici o de rodillas, no rezando. Eso es proceso, parafernalia, espectáculo. La línea que separa a un creyente de un simple supersticioso es muy delgada, tanto como el ayate que se exhibe en el templo. Agregue a su fe una chispa de cabeza, verá cómo todo pinta mejor.

Por la virgencita, le suplico que en sus mandas pida ser un mejor ciudadano. Andamos bien necesitados de esos.

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