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As novas caixas idiotas/ By @indiehalda

Por Oscar Hernández

Oscar vive con su esposa, su biblioteca musical, su perro y su gato en el sur de la ciudad más guapachosa del hemisferio occidental.  Una extraña mezcla de hipster, Godinez, otaku y cargador de central de abastos, Oscar opina de casi todo, regularmente sólo para quejarse. A Oscar le gusta el post-rock, Haruki Murakami, los atardeceres, el Boing de tamarindo y -para su desgracia- todo lo que engorda, alcoholiza o es socialmente reprobable. Pero hey, se la pasa bastante bien. Su columna habla del acontecer económico, político, social y cultural del DF visto por un moreliano de corazón.
Oscar vive con su esposa, su biblioteca musical, su perro y su gato en el sur de la ciudad más guapachosa del hemisferio occidental. Una extraña mezcla de hipster, Godinez, otaku y cargador de central de abastos, Oscar opina de casi todo, regularmente sólo para quejarse.
A Oscar le gusta el post-rock, Haruki Murakami, los atardeceres, el Boing de tamarindo y -para su desgracia- todo lo que engorda, alcoholiza o es socialmente reprobable. Pero hey, se la pasa bastante bien. Su columna habla del acontecer económico, político, social y cultural del DF visto por un moreliano de corazón.

Vivimos tiempos de hiperconectividad: podemos -a través de un teléfono, tablet o computadora- acceder a la red de redes y ser testigos en tiempo real de los acontecimientos más fascinantes de nuestro mundo. Estamos a un click de la mayor base de datos disponible en la historia de la humanidad. Una moderna biblioteca de Alejandría, una maravilla de nuestros tiempos.

Y gracias a ello nos hemos vuelto unos completos estúpidos.

¿Recuerdan los primeros años del internet? Cuando el término “globalización” nos traía la promesa de volvernos ciudadanos del mundo. La globalización llegó en formas no tan exquisitas: porno de lenta descarga, salas de chat que eran poco menos que tianguis y música gratuita en cantidades industriales. Toda la información, cero conocimiento.

Basta con revisar las noticias más comentadas en cualquier medio electrónico, los trending topics en Twitter o las palabras más buscadas en Google para diagnosticar una marcada tendencia hacia la irrelevancia. O como aquellos que en la desinformación o la nota sardónica encuentran un mercado amante del chiste antes que de la información. El tristemente célebre sitio eldeforma.com es un claro ejemplo de la forma en cómo nos hemos vuelto consumidores de la nada.

El internet también nos ha regalado una nueva camada de celebridades, en la forma de vloggers, tuitstars y demás, cada uno más ridículo que el anterior. La red está tapizada de gente que se cree graciosa, erudita o irreverente, y que en sus legiones de seguidores encuentran la justificación a esa creencia. A un mojón se arrimaron un millón de moscas ¿tienen las moscas razón? ¡Comamos del mojón!

Por un lado la sobreexposición de los que buscan a gritos hacer parecer su vida relevante: aquí en el gym, aquí en la party, aquí en la ofi, aquí en la playita. Por el otro lado están los trolls y toda la fauna que encuentra en el anonimato cibernético el medio para dar rienda suelta al insulto homófobo, racista, clasista… en ambos casos se trata casi siempre de personas de una vida francamente aburrida. Como la mía, como la del 99% del planeta.

En serio, cuántos kilómetros corrieron hoy, cómo se veía el corte New York que se comieron  o la enésima fotografía con cara de cólico que se toman son datos sin los cuales nosotros sus amigos podemos vivir. El mundo tal y como lo conocemos no se colapsará si no hacen diario check-in en su chamba o si no le dan la bienvenida a la semana o el mes. Créanme, todo irá mejor sin ello.

Sí. No todo es malo. La primavera árabe, Turquía, China (¿se dan cuenta que sólo los países verdaderamente reprimidos son los únicos que han dado un valor útil a la web?) y en nuestro país el recientemente creado #YoSoy17 hablan del sentido real de comunidad que puede generarse a través de las redes. Hay además miles de sitios y comunidades que están, desde abajo, sin los reflectores ni la publicidad, haciendo algo bueno por su cuadra, su estado, su mundo.

Fuera de ello vivimos atados a una pantalla con acceso ilimitado a anécdotas mediocres, aspirantes a periodistas que creen en la fórmula que a más palabras soeces mejor será su mensaje,  chavito sin chiste tras chavito sin chiste. Paradójicamente, en un mundo con una oferta tan amplia de contenidos estamos presenciando una debacle de la calidad de los mismos. Todo mundo tiene algo qué decir, pero casi nada de lo que se dice es importante.

No pienso darme baños de pureza. Soy un treintañero que ríe como imbécil con las cosas más insulsas que se les puedan imaginar. Dejar que eso se convierta en la línea rectora de la conversación es lo que me decepciona.

¿Creen que podamos dejar de hablar sobre si el “EEEEEEHPUUUUUTOOOO” es o no insultante y hablemos mejor sobre, ehm, cualquier otra cosa con un mínimo de trascendencia? Hay mucho de qué debatir y conocer.

Por favor, que no se nos vaya la vida entre memes, gatitos y el werevertumorro.

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