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La jaula de oro// By @indiehalda

Oscar vive con su esposa, su biblioteca musical, su perro y su gato en el sur de la ciudad más guapachosa del hemisferio occidental.  Una extraña mezcla de hipster, Godinez, otaku y cargador de central de abastos, Oscar opina de casi todo, regularmente sólo para quejarse. A Oscar le gusta el post-rock, Haruki Murakami, los atardeceres, el Boing de tamarindo y -para su desgracia- todo lo que engorda, alcoholiza o es socialmente reprobable. Pero hey, se la pasa bastante bien. Su columna habla del acontecer económico, político, social y cultural del DF visto por un moreliano de corazón.
Oscar vive con su esposa, su biblioteca musical, su perro y su gato en el sur de la ciudad más guapachosa del hemisferio occidental. Una extraña mezcla de hipster, Godinez, otaku y cargador de central de abastos, Oscar opina de casi todo, regularmente sólo para quejarse.
A Oscar le gusta el post-rock, Haruki Murakami, los atardeceres, el Boing de tamarindo y -para su desgracia- todo lo que engorda, alcoholiza o es socialmente reprobable. Pero hey, se la pasa bastante bien. Su columna habla del acontecer económico, político, social y cultural del DF visto por un moreliano de corazón.

Por Oscar Hernández

Si usted querido lector es seguidor del maquiavélico ascenso al poder de Frank Underwood en la poderosa “House of Cards” seguramente comenzó a devorar emocionado los capítulos de la tercera temporada de reciente estreno, ansioso por conocer el desempeño del entrañable personaje encarnado por Kevin Spacey al frente de la nación más poderosa del planeta.

Fue cuestión de un par de capítulos caer en cuenta de una verdad ineludible sobre la nueva responsabilidad del señor Underwood: lo disminuyó. Atrás quedó el violento pragmatismo visto en 2 temporadas previas para dar paso a una desesperada necesidad de trascender, de evitar la irrelevancia aun si ello le significa perder la forma. Se vislumbra a un hombre consumido por su propia ambición, un giro obvio pero a mi parecer francamente inesperado. Voy a la mitad de la temporada, y aún no sé si disfruto a este Frank Underwood, a esta bestia amaestrada por el poder.

El exilio en la cima del ficticio mandatario resume con escalofriante similitud el momento por el que pasan los políticos en nuestro país. Lo que cambia entre la ficción estadounidense y la realidad nacional es la perspectiva del ejercicio del poder: mientras uno busca no pasar desapercibido, los otros buscan perpetuarse y seguir ordeñando la vaca tricolor, que nunca se acaba pero comienza a enflacar.

Nadie puede negar que nuestra clase política vive en una hermosa jaula dorada, privada por completo de una realidad nacional que si bien aún no es catastrófica si resulta ya bastante complicada. Le resulta asombrosamente sencillo a un funcionario cualquiera hablar de mejoras, avances y progreso desde la comodidad de un cheque gordo, canonjías propias de un importante director de empresa y un suave y mullido cobijo que le permite hacer prácticamente lo que le venga en gana, con apenas mínimo temor de consecuencias. Ps así quién no.

Las recientes declaraciones de la senadora por Michoacán Rocío Pineda Gochi pueden darnos una idea de la forma de pensar del político promedio mexicano. A la senadora Pineda se le hizo fácil opinar sobre el discurso  del señor Iñárritu sobre la esperanza y búsqueda de un mejor gobierno, tachando al mismo de “opiniones vertidas desde una jaula de oro” (gracias por el título de mi columna, senadora). Una rémora del sistema tildando de cómoda la postura de un mexicano triunfador me provoca una extraña mezcla de risa y triste asombro.

No deseo desperdiciar su valioso tiempo en resumir el insultante olimpo que se ha construido el gobierno de este país en todos los niveles y órdenes del mismo, cierto es que hay afuera personas con vocación y ganas de proveer bienestar a sus gobernados, pero ello se ha convertido en excepción cuando resulta obvio que debiera ser regla.

El recientemente aprobado sistema anticorrupción (bueno, aprobado por diputados, no echemos las campanas al vuelo) es un primer paso indispensable –y algo tardío- para acotar el poder de aquellos que pasan de ser representantes del pueblo a señores feudales en apenas un mandato. Una vez vuelto ley, su éxito residirá más en el seguimiento ciudadano que en la perezosa expectativa de que el gobierno lo lleve  a cabo sólo porque ya está escrito. Lo he dicho en muchas columnas y lo sostengo: nada en este país cambiará si no cambia su gente.

A esta alturas se preguntará ¿Realmente hay paralelismo entre Frank Underwood y la impresentable camarilla de funcionarios públicos en nuestro país? La hay en su copetón homólogo, al menos. Volvamos en el tiempo unos 20 meses y recordemos el rostro triunfalista y el delirio reformador de nuestro vituperado presidente. Hoy, al hombre se le ve más atrapado que cómodo en su cargo, aferrado a la ilusión de ser recordado como progresista, pero cuya serie de equívocos le está llevando –casi sin remedio- a engrosar el funesto grupo de los expresidentes más odiados.

Y todo por el hambre de poder, y de las mieles del mismo. Todo por una jaula dorada, que como canta el corrido, no deja de ser prisión.

Mi expectativa: dejar de ser prisioneros de prisioneros, círculo vicioso. Nos espera un largo camino.

 

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