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Relatos de noche sin luna: Yolita

Escribe: Héctor Medina

Como cada lunes sin falta se escuchaba desde muy temprano el rechinar de un par de llantas de carrito. El ruido era claro ya que a esas horas aun no terminaban de instalarse todos los puestos del lugar. El tianguis era grande, situado en una larga avenida transitada, pero eso no le importaba a aquella linda viejecita quien de inicio a fin recorría serenamente todo el mercado, pues gustaba de mirar todo lo que ofrecían aquellos puestos de lonas amarillas, las cuales usaban para proteger a los marchantes del sol de medio día.

Veía y analizaba a detalle los diversos productos que le ofrecían, desde la más fresca verdura hasta la más deliciosa fruta. Platicaba con Julián el carnicero quien siempre la ponía al corriente de los chismes de la vecindad donde vivía y también con Doña Leonor que le daba casi a escondidas los aguacates y chayotes más frescos, esos que le apartaba solo a ella.

Iba con la paciencia de quien disfruta su jubilación y que no tiene más prisa que aquella de llegar a apagar los frijoles que había puesto desde temprano sobre la lumbre. Los días soleados le parecían igual de lindos que los lluviosos, pues sagradamente adquiría sin regatear todo aquello que creía necesario para cocinar ricos platillos. Llenaba pues su carrito con todo lo imprescindible para elaborar los más deliciosos banquetes que solía compartir con sus nietos cada que la visitaban.

Solía pasar mas tiempo en los puestos de frutas buscando las más frescas y dulces. Era una experta que usaba sus sentidos en pro de obtener siempre lo mejor, ya fuera a simple vista, tentando suavemente, dando palmaditas u olfateando a conciencia podía darse cuenta de cual era la mejor piña, el mas exquisito melón o las mejores uvas.

Al terminar su gran paseo regresaba encantada de haber comprado lo mejor de aquel mercadillo, una gran sonrisa siempre iluminaba su rostro y quienes podían verla dirigiéndose a su casa lo podían constatar.

Doña Yolita antes de llegar a su destino tenía por costumbre darle algo de comer a Don Arnulfo quien se había quedado viudo desde muy joven y se pasaba los días haciendo oración en un lote baldío. Ahí donde asesinaron a su esposa cuando al regresar de trabajar intentaron asaltarla. Le había puesto una pequeña crucecita, una veladora y se la pasaba sentado de mañana a noche siempre con rosario en mano pidiéndole al señor por el alma de su amada.

Generalmente le regalaba varias cosas para que comiera, mismas que apartaba hasta la cima de todo su mandado para poder echar mano de ellas mucho más rápido. Sacaba del carrito una bolsa negra llena de alimentos quien agradecido recibía aquel hombre con un -No se hubiera molestado, pero si se lo acepto con la alegría que le queda a este demolido cuerpo-

Lo que más disfrutaba aquel viejo eran las naranjas, siempre las pelaba con gran entusiasmo y las comía a grandes mordiscos escupiendo ocasionalmente las semillas a su lado izquierdo; ahí donde dicen tenemos el corazón.

Esta buena obra duró por lo menos los dos años siguientes. Uno de tantos lunes al terminar de hacer el tan acostumbrado recorrido y regresar un poco más cansada de lo habitual noto que aquel terreno se encontraba apartado de los demás por una gran cinta amarilla que exclamaba la palabra precaución. Dentro de ese cerco se encontraba un cuerpo cubierto por una manta casi gris. Aquel viejo enamorado había fallecido víctima de los años que cargaba sobre sus hombros, a su lado podía verse una naranja con un par de mordidas que se había oxidado bajo la luz de la luna, descansando sobre la tierra al lado de aquel a quien nutrió en vida, siendo además su alimento favorito, lo único que pudo despedirlo en las penumbras de las farolas; su última cena.

Doña Yolita entristecida no volvió a comprar naranjas por un largo tiempo, esperaba hasta la época de mandarinas o incluso trataba de sustituir aquel cítrico por algún limón sin semillas esperando encontrar en ese sabor amargo lo dulce de una buena naranja. Mas cada cosa tiene un propósito y personalidad en este mundo para diferenciarse de los demás, por lo cual nunca podría aquella viejecita encontrar un sabor siquiera parecido al de aquella fruta que ahora tanta tristeza le causaba.

Los años pasaron y al iniciar un nuevo otoño se armo de valor mientras una lagrima escapaba furtiva de su ojo izquierdo -Deme los dos kilos joven, de la más dulce que tenga si es tan amable-, cargo nuevamente su carrito de todo aquello que necesitaba y emprendió el regreso a su casa no sin antes dejar un par de naranjas donde solía sentarse don Arnulfo.

El lugar estaba cubierto por una alfombra de hojas cafés algunas provenientes de los árboles vecinos, otras acomodadas por el viento, producto de la última lluvia de la temporada. El lugar parecía tan triste y desolado pero ese color naranja colocado con tanto amor por Doña Yolita le daba un contraste extraordinario entre la nostalgia y la alegría de quien espera un nuevo día.

Mas nadie tenemos la vida comprada y aquella misma noche al estar sobre su cama aquella tierna viejecita sufrió un infarto fulminante mientras yacía en su cama. Para muchos fue una dicha el poder morir acostada en su cama, para otros una desgracia por no tener a nadie a su lado para despedirla, justo como le paso al viejo Arnulfo.

Lo único cierto es que ya no se escuchan las llantas de aquel carrito metálico sobre las calles del tianguis; los lunes son más tristes desde entonces. Pero en aquel lote baldío comienza a florecer un bello naranjo, pues dicen que siempre vuelve a ti aquello que tú das.

*Héctor Manuel Medina es músico, escritor, cantautor y un enamorado empedernido de la luna.

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