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Relatos de noches sin luna: Mictlan

Escribe: Héctor Medina

Los mejores asesinos de los mundos habían sido convocados misteriosamente en una isla privada de México por alguien que se hacía llamar Mictlan. Para ingresar en la ceremonia era necesario asistir con smoking negro, una rosa roja en el bolsillo superior del saco, una bella acompañante y el más pequeño objeto punzocortante que pudieran esconder entre sus ropas sin que fuera detectado por la seguridad impuesta en el punto de reunión.

El premio consistía en una cuantiosa cantidad de diamantes como jamás se había visto en ningún lugar de la tierra. Bellamente cortados, brillantes, majestuosos, nadie podría resistir la codicia de obtenerlos y declararse el mejor asesino del mundo.

Al llegar la fecha de la convocatoria centenas de asesinos se encontraban reunidos en aquella misteriosa isla, cada uno cumpliendo fielmente con las especificaciones señaladas en la invitación dorada que habían recibido. Un gran festín y el mejor vino del mundo se serviría como parte de la bienvenida a los invitados.

El evento se desarrollaba en la gran explanada del lugar bajo la luz de unos faroles que recorrían las escaleras, pasillos y patios del lugar. Después de la cena el sonido local invito amablemente a los asistentes a leer una nota oculta en la parte inferior de cada asiento que ocupaban. Las instrucciones eran claras y precisas: Al sonar la doceava campanada fuegos artificiales invadirían el oscuro cielo y es entonces cuando deberían asesinar a los demás invitados y a sus acompañantes.

La batalla comenzó justo a la media noche, las féminas empezaron a correr asustadas tratando de salvarse sin éxito alguno. No hubo piedad ni misericordia, por los pasajes del lugar comenzaban a mostrarse cadáveres con miembros rotos, rastros de navajas que habían mutilado cuellos, lapiceros en las cavidades oculares, brazos derramando toda la sangre del cuerpo a través de sus arterias.

Así la noche envejecía entre gritos, bullicios, perros rabiosos liberados sin previo aviso a mitad de la batalla y las composiciones de Niccolo Paganini como música de fondo; el deleite perfecto para la mente insana que había organizado el evento.

El viento agitaba fuertemente la sangre de los caídos, salpicando todo aquello que se encontrara a su alrededor. Algunos de los sobrevivientes se habían drogado en exceso y reían demoniacamente interrumpiendo el silencio que poco a poco iba apoderándose del lugar solo para ser asesinados segundos después. Estrellas rojas aparecieron en el cielo y el vital líquido carmín se perdía en las coladeras junto con las almas de aquellos infames.

Centenares de cámaras de vigilancia estaban siempre pendientes de la matanza, no había lugar alguno que pudiera escapar de aquellos ojos que veían desde un lugar seguro. Los patibularios actos seducían al observador, lo llenaban de frenesí al punto de erizar todos los vellos de su cuerpo y producir un cosquilleo orgásmico en sus entrañas. Sentado en su lujoso sillón de piel disfrutaba el maravilloso espectáculo junto a un buen whiskey on the rocks y un aromático habano.

El sol poco a poco iba anunciado su salida y con esto el fin de la competencia. Los dos más hábiles criminales fueron guiados a una habitación secreta, donde un maletín de diamantes aguardaba al vencedor. Las armas ya no eran permitidas por lo que tuvieron que despojarse de todo aquel artefacto que no estuviera unido a su organismo; el combate exigía puños, puntapiés, mordidas y cabezazos.

Los dientes fueron los primeros en caer. Las ropas fueron desgarrándose por los constantes forcejeos y aventones. Era una pelea a morir donde ambos combatientes usaban aquello que les quedaba de energía en el cuerpo.

Después de una hora los dos cayeron exhaustos, sus cuerpos hinchados temblaban víctimas del esfuerzo. Una puerta oculta se abrió a discreción y de ella un hombre barbado de traje blanco apareció con una catana en su mano derecha con la cual atravesó los corazones de los imposibilitados competidores.

Ambos peleadores gritaron fuertemente al sentir como aquella navaja les atravesaba certeramente el miocardio. Aquel hombre de traje silbaba emocionado mientras con un fino paño de seda limpiaba el líquido rojo que había manchado su arma. Una vez que todo se encontraba pulcro en su indumentaria, aparecieron dos hombres quienes humedecieron de pies a cabeza con un potente combustible los cuerpos de los últimos dos asesinos del lugar para acto seguido incendiarlos.

El anfitrión los miraba a la lejanía maletín en mano con la satisfacción de quien ha sido testigo del mejor de los espectáculos. Prosiguió con su andar hasta llegar a un elevador automático que lo conduciría al helipuerto más cercano de esa isla.

La mañana despuntaba, la isla comenzó a llenarse de explosiones, poco a poco el fuego iba consumiendo aquella tierra rodeada de agua. Los árboles caían estrepitosamente y la fauna trataba de huir de aquel infierno producido por aquel ser falto de escrúpulos. El edificio principal pronto dejo de ser visible, lo puertos y sus yates estallaban en pedazos llenando con sus restos la playa.

El mejor asesino del mundo volaba sobre el mar con el portafolio al lado, acompañado triunfalmente por un réquiem de Mozart y una sonrisa maligna; se había librado de una buena vez de toda competencia, ahora era libre de cobrar la cantidad que el deseara por cualquier trabajo que le encomendaran.

*Héctor Manuel Medina es músico, escritor, cantautor y un enamorado empedernido de la luna.

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