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Nunca fue fácil/ By @indiehalda

Por Oscar Hernández

Oscar vive con su esposa, su biblioteca musical, su perro y su gato en el sur de la ciudad más guapachosa del hemisferio occidental.  Una extraña mezcla de hipster, Godinez, otaku y cargador de central de abastos, Oscar opina de casi todo, regularmente sólo para quejarse. A Oscar le gusta el post-rock, Haruki Murakami, los atardeceres, el Boing de tamarindo y -para su desgracia- todo lo que engorda, alcoholiza o es socialmente reprobable. Pero hey, se la pasa bastante bien. Su columna habla del acontecer económico, político, social y cultural del DF visto por un moreliano de corazón.
Oscar vive con su esposa, su biblioteca musical, su perro y su gato en el sur de la ciudad más guapachosa del hemisferio occidental. Una extraña mezcla de hipster, Godinez, otaku y cargador de central de abastos, Oscar opina de casi todo, regularmente sólo para quejarse.
A Oscar le gusta el post-rock, Haruki Murakami, los atardeceres, el Boing de tamarindo y -para su desgracia- todo lo que engorda, alcoholiza o es socialmente reprobable. Pero hey, se la pasa bastante bien. Su columna habla del acontecer económico, político, social y cultural del DF visto por un moreliano de corazón.

Como melómano que se respeta, priorizo la musicalización en mi vida diaria: prendo el estéreo del auto antes que ponerme el cinturón, abro el reproductor de música en la lap antes que el correo, siempre meto bocinas al baño cuando me ducho… la lista es larga, pero el resto de los ejemplos francamente me ridiculizaría.

La chispa inicial de mi melomanía se encendió por 1994, cuando un MTV que transmitía videos musicales (qué tiempos aquellos) proyectaba a un tipo con una guitarra acústica y un antiguo gorro de aviador que cantaba a dueto con su esposa encinta “Te llevo para que me lleves”.

Ya por ese entonces tenía nociones de una banda argentina que llenaba a reventar estadios y fabricaba éxitos de forma casi industrial. El líder de la banda era el mismo del gorro de aviador que, en otro video de la época, hablaba de Lisa y su amor de ultramar. Años después me enteraría que la Lisa de la canción no era otra que la hija que su esposa esperaba entonces.

En la cama de una clínica en la ciudad de la furia yace conectado a un respirador artificial el tipo del gorro de aviador, que nos hizo cantar sobre amores de música ligera, temblores que pasan y  mujeres que usaron nuestras cabezas como un revólver. Cuatro años lleva su voz quieta, con el mundo esperando, como reza una de sus canciones emblemáticas, verlo volver.

Miles de fanáticos y figuras de la escena musical continental permanecen atentos a los partes médicos emitidos cada tanto por la familia, encabezada por su madre Lilian Clark, cuyo ejemplo de tenacidad ha sido aplaudido hasta por el Papa Francisco. Esperanzada, la señora Clark habla de pequeños pero sensibles mejoras en el estado del músico. Amor de madre, al fin.

Supe que en esta columna estaba condenado a la subjetividad, siendo yo un tipo que fue a 9 de sus conciertos (2 de Soda Stereo incluidos), sabe el orden de las canciones en sus discos y usó un fragmento de “Sulky” para sus invitaciones de boda. Un fan, pues.

Más que esperar un regreso milagroso hollywoodezco, mi esperanza radica en que el señor Cerati, con el cuerpo marchito pero la mente lúcida, tenga unos breves instantes antes de partir, y sonría ante el hermoso paisaje que es su legado musical. Trayectoria formidable, que permanece vigente a 20 años que apareciera con su gorro de aviador cantando con la señora Amenábar.

Un día le dije a mi madre que sin duda lloraré cuando anuncien la partida de Gustavo. Mientras ese día llega me recuerdo con optimismo, citando esa canción inédita en su disco de grandes éxitos, que nunca fue fácil, pero creo en sus ojos.

Hoy más que nunca, en un mundo convulsionado como el nuestro, vale la pena seguir su consejo y usar el amor como un puente.

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