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Mamá democracia y por qué votar// By @indiehalda

Por Oscar Hernández

Oscar vive con su esposa, su biblioteca musical, su perro y su gato en el sur de la ciudad más guapachosa del hemisferio occidental.  Una extraña mezcla de hipster, Godinez, otaku y cargador de central de abastos, Oscar opina de casi todo, regularmente sólo para quejarse. A Oscar le gusta el post-rock, Haruki Murakami, los atardeceres, el Boing de tamarindo y -para su desgracia- todo lo que engorda, alcoholiza o es socialmente reprobable. Pero hey, se la pasa bastante bien. Su columna habla del acontecer económico, político, social y cultural del DF visto por un moreliano de corazón.
Oscar vive con su esposa, su biblioteca musical, su perro y su gato en el sur de la ciudad más guapachosa del hemisferio occidental. Una extraña mezcla de hipster, Godinez, otaku y cargador de central de abastos, Oscar opina de casi todo, regularmente sólo para quejarse.
A Oscar le gusta el post-rock, Haruki Murakami, los atardeceres, el Boing de tamarindo y -para su desgracia- todo lo que engorda, alcoholiza o es socialmente reprobable. Pero hey, se la pasa bastante bien. Su columna habla del acontecer económico, político, social y cultural del DF visto por un moreliano de corazón.

Democracia: esa rimbombante palabra bordada en oro en las instituciones que –según ellos- la ejercen a lo largo y ancho del mundo. Manoseada, exprimida hasta la última gota, defendida con uñas y dientes, poder del pueblo concentrado en gente que muchas veces no es del pueblo.

Siendo este un año electoral -en el que con meses de anticipación nos acribillan con spots que intentan ser inspiradores, emotivos o graciosos para vendernos una idea aspirante a un puesto- la democracia hoy anda en boca de todos, diciéndonos que nuestro dedo pintado y un garabato en una hoja de papel nos convierte per sé nos confiere poderes de acción y decisión.

Esa idea, esa esperanza fue la que me llevó emocionado a votar por primera vez hace casi 15 años, feliz en mi rol de engrane. Década y media después, aguardo el mes de junio con  entusiasmo reducido, algo harto de lo poco que se percibe mi crayonazo en ese mar de boletas.

El año pasado hablé en esta columna sobre la adolescencia de este país, y en estos días percibo a la democracia como madre de ese adolescente gigante. Esta “mamá democracia”, que de tanto consentirnos con subsidios, despensas, pantallas o lo que se le venga en mente nos ha hecho unos hijos francamente muy holgazanes.

Como buena madre, la democracia siempre halla la forma de estirar el presupuesto, aunque sea empeñando las joyas de la familia. Eso sí, con lo abnegada que es tiene unos gustos caros: casas, relojes, viajes… ¿Qué, hijitos? ¿Ustedes no se dan sus gustitos? Ps trabajen más, que yo me mato todo el día procurando la seguridad y el bienestar de ustedes, criaturas.

Aunque no nos gusta el trato maternal, ahí seguimos por mera comodidad. Y no es que de plano no participemos para llevar la comida a la mesa, pero como buenos hijitos le damos toda nuestra quincena a mamá, porque ella es sabia a la hora de repartir los dineros. Y ya vimos que no.

¿Nos emancipamos? Yo creo que sí. Pero no lo hagamos de forma simplona: no dejemos de votar, no anulemos el voto -que lo único que hace es beneficiar al partidismo corporativo-. Es momento de verdaderamente darle poder al pueblo, y la primera idea real que veo para que esto ocurra es el apoyo a los candidatos independientes. Sí, hay algunos que son cuestionables, pero el grueso son ciudadanos que simplemente quieren ser una mejor opción. En una próxima columna hablaré más de las candidaturas ciudadanos y por qué creo son el futuro en un sistema ya muy pasado de moda.

Ya estamos grandecitos, es hora de cortar el cordón umbilical, señores.

 

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