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La Pax Polanco/ By @indiehalda

Por Oscar Hernández

Oscar vive con su esposa, su biblioteca musical, su perro y su gato en el sur de la ciudad más guapachosa del hemisferio occidental.  Una extraña mezcla de hipster, Godinez, otaku y cargador de central de abastos, Oscar opina de casi todo, regularmente sólo para quejarse. A Oscar le gusta el post-rock, Haruki Murakami, los atardeceres, el Boing de tamarindo y -para su desgracia- todo lo que engorda, alcoholiza o es socialmente reprobable. Pero hey, se la pasa bastante bien. Su columna habla del acontecer económico, político, social y cultural del DF visto por un moreliano de corazón.
Oscar vive con su esposa, su biblioteca musical, su perro y su gato en el sur de la ciudad más guapachosa del hemisferio occidental. Una extraña mezcla de hipster, Godinez, otaku y cargador de central de abastos, Oscar opina de casi todo, regularmente sólo para quejarse.
A Oscar le gusta el post-rock, Haruki Murakami, los atardeceres, el Boing de tamarindo y -para su desgracia- todo lo que engorda, alcoholiza o es socialmente reprobable. Pero hey, se la pasa bastante bien. Su columna habla del acontecer económico, político, social y cultural del DF visto por un moreliano de corazón.

Hace un par de días una buena amiga publicó en Facebook una genialidad al respecto del conflicto árabe-israelí, la cual cito:

 “Palestina debería ser como Polanco. Aquí hay iglesias, sinagogas, velos, pelucas, cruces, estrellas (…) Nuestro único problema grave es el tráfico, pero hasta eso: todos juntos nos quejamos(…)”

Aunque reí bastante con la puntada de la diseñadora consentida de la familia, hay mucho de razón en sus palabras. Lugar de embajadas, desarrollos habitacionales de precios exorbitantes, corporativos de varias trasnacionales, lo mejor de la cocina nacional e internacional, boutiques de las mejores marcas y varios de los parques mejor cuidados de la ciudad, Polanco es para muchos una de las mejores zonas de la capital.

Cosmopolita de origen, no es raro toparse por Horacio, Presidente Masaryk, Campos Elíseos o alguna de sus otras calles principales a extranjeros de todo tipo: ya ves a un grupo de coreanos hablando rapidísimo, un par de alemanes en bicicleta disfrutando el clima, tres libaneses hablando de negocios o a un padre judío charlando amenamente con su hijo (la yarmulke –el gorro ceremonial yiddish- delata sus creencias).

Lo que hace este conjunto algo envidiable es la tranquilidad con la que cada quién hace lo suyo, sin meterse en los asuntos del otro. Lo que debería ser una máxima en la convivencia humana, pareciera que se ha convertido en un bien cada vez más escaso. Y las noticias que azotan lo comprueban: el odio se ha convertido en la moneda de cambio estos últimos días.

Como siempre, he leído y escuchado opiniones muy diversas sobre el conflicto en Gaza, algunas alimentadas por las desgarradoras imágenes de muerte provocadas por las incursiones israelíes. Y, oportunistas como siempre, nos lanzamos a exigir (qué patraña) en conflictos que simplemente no entendemos.

La situación en medio oriente se puede reducir a una notoria incapacidad de ambas partes de, como diría mi abuela, “estarse sosiegos”. En ambos lados hay locos fundamentalistas que desean ver al bando contrario exterminado. Israel cuenta con un cuerpo militar capacitado y patrocinado por los Estados Unidos (EEUU y el judaísmo tienen grandes deudas entre sí), mientras que Palestina tiene una camada de personas dispuestas a todo, lo cual puede resultar rústico pero no por ello menos peligroso.

Y ahí es donde reside el meollo del asunto: ambos tienen la razón, y ambos están terriblemente equivocados. Y todo apunta a que nadie desea sentarse a la mesa, porque a estas alturas ya no importa quién lanzó la primera piedra, sino quién cae al último bajo el peso de todas las demás piedras que se han lanzado.

Como siempre, la principal víctima de las guerras es el sentido común, y todos estamos ansiosos por tomar partido de uno u otro lado. El tomar partido conlleva a la discusión (que no al debate) el cual casi siempre termina mal. Y así, un problema que ni siquiera nos compete termina por engullirnos en la misma vorágine de odio e irracionalidad. Ojo por ojo y el mundo terminará ciego, como lo predijo Gandhi.

Más que convocar a las siempre inútiles marchas (en serio que no veo el beneficio detrás de caminar y gritar consignas a oídos siempre sordos) nuestra misión como seres humanos ávidos de paz es abogar por que vuelva el sentido común que nos dice que suficiente tenemos con el hambre, la sed y las incontables enfermedades en el mundo como para sumarle el hierro a la lista de depredadores del hombre.

Benjamin Netanyahu y Khaled Meshal bien podrían sentarse una tarde a tomar el fresco en algún bistro de las calles de Moliere, Horacio o Arquímedes, y sobre el café darse cuenta que la paz puede lograrse, se trata sólo de que cada quién haga lo suyo, sin meterse en los asuntos del otro. Como los coreanos, los alemanes o los libaneses, como todo mundo en Polanco.

Después de todo, esta ciudad de conflictos, claxonazos y mentadas de madre puede aún enseñarnos un par de lecciones de civilidad, y sobre la vida en general.

Nos caería bien una campaña como la de John y Yoko a finales de los sesentas: War is Over, if you want it.

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