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Choque con la realidad

Por Oscar Hernández

                                                                              “Homo homini lupus (el hombre es el lobo del hombre)”

–          Plauto (254-184 a. C)

Oscar vive con su esposa, su biblioteca musical, su perro y su gato en el sur de la ciudad más guapachosa del hemisferio occidental.  Una extraña mezcla de hipster, Godinez, otaku y cargador de central de abastos, Oscar opina de casi todo, regularmente sólo para quejarse. A Oscar le gusta el post-rock, Haruki Murakami, los atardeceres, el Boing de tamarindo y -para su desgracia- todo lo que engorda, alcoholiza o es socialmente reprobable. Pero hey, se la pasa bastante bien. Su columna habla del acontecer económico, político, social y cultural del DF visto por un moreliano de corazón.
Oscar vive con su esposa, su biblioteca musical, su perro y su gato en el sur de la ciudad más guapachosa del hemisferio occidental. Una extraña mezcla de hipster, Godinez, otaku y cargador de central de abastos, Oscar opina de casi todo, regularmente sólo para quejarse.
A Oscar le gusta el post-rock, Haruki Murakami, los atardeceres, el Boing de tamarindo y -para su desgracia- todo lo que engorda, alcoholiza o es socialmente reprobable. Pero hey, se la pasa bastante bien. Su columna habla del acontecer económico, político, social y cultural del DF visto por un moreliano de corazón.

“En la cama y en la cárcel se conoce a los amigos” reza el dicho. Y el pasado martes por la tarde pude experimentar mi propia versión de este refrán: “En el choque se conoce a la sociedad en que vives”.

Feliz de terminar mi jornada laboral bajaba por los llamados túneles de Santa Fe, que conectan el poniente con el sur de la ciudad. Tan pronto entramos a ellos –una vía de cuota como todos los nuevos caminos capitalinos- Adri y yo intuimos un viaje largo hasta casa dado el embotellamiento. Procuramos hacer el viaje llevadero con nuestra fórmula infalible: buena música y aún mejor conversación.

Cerca de un kilómetro antes de salir de la zona de cuota, descubrimos el motivo del atasco: un par de trabajadores diligentes retiraban los vestigios de un choque reciente. Calculamos no más de 20 minutos de ocurrido y sonreímos ante el nuevo panorama, que nos prometía estar en casa pronto, quizá antes del anochecer.

La alegría cedió lugar al shock apenas un par de minutos después. Estresado, despistado, o simplemente malo al volante, un amable pero imprudente caballero nos embistió por la parte trasera (he escrito y reescrito este momento varias veces tratando de eliminar toda connotación sexual, sin éxito, así es uno), un volantazo más de instinto que de pericia impidió que golpeáramos a más autos. De repente, en el túnel que cruzábamos se hizo el silencio.

Adri lloraba -de espanto que no de dolor- y tras confirmar por triplicado su estado salí del auto, dispuesto a encarar al culpable y darle una cátedra de mis más exquisitos insultos. Tan pronto bajé del coche la imagen de una niña sangrando profusamente en el asiento del copiloto convirtió mi furia en un sentido de urgencia. “Esto es un accidente, no una riña callejera” se apuró a decir mi sentido común.

A partir de ese momento, y tras 7 horas de calvario que hicieron que mi martes terminara el miércoles, pude descubrir un poquito de la realidad de la gente y del mundo. Difícil no sentirse un poco decepcionado.

Comencemos con los amables pero totalmente insensibles empleados de la ruta de cuota. Tan pronto vieron que los pilotos involucrados podíamos caminar ¡ZAZ! Amigos, estorban, para afuera y a arreglar su chisme a otra parte que me molestan “Oigan ¿pero no se supone que tenemos seguro por parte de la autopista?” pues no aplica si el choque es entre particulares, y circúlele.

Azorado por la insensatez de los trabajadores, con una niña herida esperando asistencia, siguió el rosario de improperios de los automovilistas que veían en nosotros el motivo de sus 5 minutos perdidos. “Vete a la (inserte su forma peyorativa de nombrar al pene favorita)” escuchado una y otra y otra vez, recitados por el tipo que  se queja de la violencia, el que se apasiona llamando  represor al gobierno, el que publica “no compres, adopta” todo el tiempo en sus redes sociales. Pero oh, pobre de aquel que estorbe en su camino a casa, ese si que no merece perdón.

Llegaron las asistencias médicas, personificadas por un hombre y una mujer amables hasta la médula, manejando la ambulancia más vieja y triste que he visto en mi vida. Adri tenía un fuerte dolor en el cuello y fue atendida al mismo tiempo que la pobre chiquilla. Vivimos en un país donde el poder legislativo se puede regalar 500 millones de pesos en bonos,  donde los partidos reciben carretas de dinero para comprar conciencias, el mismo país donde un preocupado paramédico le hizo un collarín a mi esposa con pedazos de un cartón de Negra Modelo. Kafka se moriría de risa.

Horas de dimes y diretes entre ajustadores culminaron con Adri y yo tomando un taxi de madrugada a casa, operado por un jovial veinteañero de la Magdalena Contreras. “Menos mal no chocaron con un lugareño” nos contaba “Esos cuates cambian todo para que parezca uno el de la culpa”. Nos reímos con él y agradecimos su amabilidad al llevarnos del otro lado de la ciudad estando él a un par de cuadras de casa.

Repasamos en la sala con Adri los lugares, momentos y personas que nos cayeron como avalancha esa noche de martes: el valemadrismo, el sinsentido, el metal y los cuellos torcidos, el caos imperante. No entendimos muy bien lo que nos pasó pero ambos llegamos a una pesarosa conclusión: un coche nos chocó, y al bajarnos de él, nos atropelló una ciudad, un país completo.

Qué triste que nos hayamos vuelto así. Qué triste que nos aplaste la dinámica de una sociedad devorada por sus propios vicios.

Pero qué ganas de despertar mañana y seguir con una vida que de malévola nos permite disfrutar el calor del sol, el frío de la lluvia y la tibieza de nuestras almas.

Qué idiota es la raza humana, qué idiota y maravillosa.

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